“Siento no poder pintar la vida de rosa como en otras ocasiones, y me quito el sombrero ante todas estas familias que han seguido hacia delante con sus pequeñas golosinas. Ellos son el verdadero ejemplo y hacia donde hay que mirar”. Así terminaba un artículo que escribí en 2006.
Trataba sobre el diagnóstico en diabetes de menores de cinco años, y comparaba la mala noticia que supone nuestro dulce inicio con un jarro de agua fría, que si “cayera sobre un menor de cinco años sería frío en una noche gélida, y si lo hiciera sobre un indefenso lactante todo tendría lugar durante el peor invierno del último milenio”. En mi lucha diaria por defender que no existe ninguna diferencia entre nuestra vida y la del resto del mundo tuve que claudicar, puesto que en “…un menor de dos años, sí que es diferente, y sí llevará una vida “casi” normal hasta que, poco a poco, vaya tachando las fechas de su calendario”.
Si entonces me tocó bailar con la más fea y hablar sobre los menores de cinco años, ahora subimos el listón para hablar de bebés con diabetes. ¿Alguien da más? Sí, yo doy más, porque hace además algunos años me matriculé de la carrera más difícil de mi vida, esa que llaman paternidad, esa que hace que uno prefiera quedarse ciego y sin riñones antes de que diagnostiquen de diabetes a su hijo. En fin, no voy a engañar a nadie. Han pasado los años y han cambiado algunas cosas pero los primeros capítulos de un bebé con diabetes son tristes, duros y dolorosos, pero si mantenemos el libro con firmeza y seguimos leyendo, enseguida nos daremos cuenta de que mereció la pena luchar, de que cada vez que pasamos página, las letras que se enfrentan a nuestros ojos son más claras.
¿Qué hace que la diabetes sea tan diferente en un bebé?
Seamos claros, concisos, quirúrgicos; así duele menos y las heridas cicatrizan antes:
- El diagnóstico: los síntomas iniciales pueden confundirse con enfermedades banales, tales como gastroenteritis aguda o catarros, mucho más frecuentes en la infancia que el inicio de una diabetes. Al prolongarse los síntomas, es más fácil llegar a la cetoacidosis, generando una situación muy grave para el lactante. A su vez, otras enfermedades como una neumonía o una deshidratación, pueden provocar reacciones en el organismo que desencadenen hiperglucemias transitorias, y bebés que no tienen diabetess son diagnosticados como si lo fueran, manteniendo a flote su glucemia en un baño innecesario de insulina.
- Sensibilidad a la insulina: modificaciones inferiores a 1 UI de cada dosis pueden significar la diferencia entre la hiperglucemia y la hipoglucemia. Por suerte, se pueden preparar diluciones para inyectar microdosis, y las bombas de insulina permiten variaciones de incluso 0.05 UI. Por desgracia, estamos ante un bebé, sinónimo de individuo imprevisible: ahora duermo, ahora no duermo, ahora como, ahora no como, ahora vomito, ahora corro, ahora no quiero ni dar un paso… cualquier cosa puede dar al traste con una organización perfecta de las raciones y las dosis de insulina.
- Glucemias diarias: para manejar a un bebé con diabetes son necesarios entre 5 y 10 controles diarios. Hay que tratar de mantener las glucemias por debajo de 200 mg/dL y por encima de 100 mg/dL. No es fácil pero no es imposible, y precisa un enorme esfuerzo y dedicación por parte de todos: endocrinólogo infantil, padres y el enano azucarado. Hay que intentar evitar la hiperglucemia, pero sobre todo las hipoglucemias, ya que sus consecuencias podrían ser muy negativas para el desarrollo psicomotor. Los nuevos sistemas de monitorización continua de la glucosa sí han supuesto un enorme avance durante los últimos años. Con un entrenamiento correcto pueden convertrise en una herramienta muy útil para los bebés diabéticos, al igual que la bomba de insulina. Pero es fundamental el entrenamiento, ya que sin él estos nuevos aparatos pueden ser perjudiciales.
- Daño psicológico: inyecciones, glucemias, revisiones con los señores pesados esos que van de blanco, pensamientos que dicen ¿papá por qué me haces esto? ¿Mamá por qué me haces daño? Caras, gestos, muecas, ¿por qué no me das algo de comer si te lo estoy pidiendo? Ojos desorbitados pidiendo agua para saciar esta horrible sed… No hace falta explicarlo. Dicen que la pérdida de trabajo, la muerte de un familiar, una mudanza o un divorcio provocan estrés. Sumemos las cuatro por un momento y quizá podamos comprender lo que sienten unos padres cuando les cae semejante jarro de agua fría. Es el primer capítulo, lo único que podemos hacer ahora es seguir leyendo y tirar hacia delante; entre todos, sabemos que en breve comenzará lo bueno.
Por suerte, estamos hablando de una situación infrecuente, pero a la que ya me he enfrentado en cuatro ocasiones a lo largo de mis 8 años como pediatra. En todos estos casos solo se han repetido dos patrones.
El primero de ellos es consecuencia de todo lo escrito hasta ahora: una lágrima detrás de otra, un llanto que ahoga, una pena sin consuelo posible. Uno de los padres me confesó su sueño imposible, uno en el que yo entraba en la habitación del hospital para decirle que nos habíamos equivocado con la muestra de sangre, o que la máquina aquella que escupía números tan altos estaba estropeada. Recuerdo también a otro padre que en urgencias me preguntó si podríamos usar su páncreas para transplantárselo a su hija, y a una madre que no paraba de pensar en por qué no le dio el pecho a su hijo como lo había recomendado su pediatra; nunca pude convencerle de que no tenía la culpa de nada.
El segundo patrón que se repite es el que debe quedar grabado en la mente, y surge como consecuencia de seguir leyendo este libro de comienzo tan poco apetecible. Tengo que reconocer que la respuesta de los padres y el optimismo ante la enfermedad de su hijo siempre me ha sorprendido; nótese que aquí sí hablo de enfermedad, y no de esa amiga diabetes que va con nosotros a todas partes. Decía que me sorprende porque, en primer lugar, las sonrisas aparecen antes de lo que uno considera un duelo normal. En segundo lugar, porque en cuestión de meses manejan la diabetes mejor que cualquier pediatra (ahora que no me lee ninguno). Y en tercer lugar, por la ilusión, el empeño y la pasión que muestran a seguir aprendiendo, a luchar para seguir manteniendo normoglucémica a su diminuta copia genética, a la espera de esa curación artificial que cada día está más cerca.
Mientras tanto, un ciego preguntó a un cojo: “¿qué tal andas?”, a lo que el cojo contestó: “pues… ya ves”. Mientras esperamos nuestra curación, tomémoslo con humor. Muchos ánimos a todos, en especial a los papás de estos caramelos chiquitines.
Autor: Dr. Roi Piñeiro Pérez
Jefe Asociado del Servicio de Pediatría del Hospital General de Villalba