El amor verdadero, sin límites, no es esa persona que introduce mariposas en la tripa a cualquier hora del día. Tampoco quien nos prepara el desayuno, nos besa, cuida y mantiene nuestra felicidad. En todo caso, esa persona sería una excelente amante o pareja, pero no es amor verdadero. Al menos no como el que un padre o una madre desarrollan hacia sus pequeñas copias genéticas, de forma inconsciente y, además, no recíproca. Es un clásico, una frase hecha, pero es tan cierta como la irrefutable verdad de que el Sol es quien se encarga de iluminarnos y abrigarnos cada mañana.
En este contexto, cuando a nuestro hijo le diagnostican diabetes, es imposible que no nos hagamos la pregunta que titula estas letras. Da igual lo que diga la ciencia al respecto, es una cuestión tan lógica como irracional: “¿Por qué a mi hijo? ¿Qué he hecho yo mal para que esto haya ocurrido?”. Y lo peor es que este problema falto de razón no termina aquí. Aunque hayamos asumido la enfermedad, cualquier problema posterior, desde una hipoglucemia hasta una complicación, irá siempre acompañado del mismo interrogatorio inicial: “¿Por qué no he sabido cuidarle mejor? Tenía todos los medios a mi alcance y no he podido evitarlo”.
Este sentimiento de culpa inmediatamente posterior a una contrariedad es completamente normal. Lo es cuando se trata de uno mismo, más aún si le ocurre a un tercero que cuidamos y es fruto de nuestras entrañas. Sin embargo, la clave está en superar esta pesadumbre con el paso de los días. Si no lo conseguimos, nos convertiremos en padres sobreprotectores, que impedirán el adecuado desarrollo de nuestro hijo hacia la vida adulta, y terminará preguntándonos con 35 años cuántas raciones tiene que tomar en la cena y qué cantidad de insulina necesita. Además de sobreprotección, generará rabia cada vez que no consigamos los resultados anhelados. Y esta rabia, germinada por ese inagotable sentimiento de condena, será desplazada hacia nuestro propio hijo, bajo cualquiera de las siguientes típicas aseveraciones: “nunca me haces caso”, “comes lo que te da la gana”, “fue un error que repitieras plato”, “no tienes ninguna voluntad”, “¿cuándo fue la última vez que te hiciste un control?”, etc… A su vez, esto va a provocar ansiedad en nuestro hijo, pues razonará que sus padres son infelices por la falta de control de su diabetes. Con el paso de los años, esta angustia se transformará en odio: “¡Qué pesados sois!”.

¿Cómo se evita entonces todo esto? Pues fácil desde luego no es. Sobre el papel puede parecerlo, pero llevarlo a la práctica supone una ardua tarea que debe ser ensayada y recordada minuto a minuto, teniendo en cuenta que nuestro estado de ánimo, así como el de nuestro hijo es, además, cambiante.

En primer lugar, cada vez que los resultados glucémicos se alejen de la horquilla esperada, las pautas de insulina se incumplan, el ejercicio físico brille por su ausencia o los alimentos sean consumidos sin ninguna regla que los avale, entonces debemos evitar la confrontación. Todos esos estímulos negativos deben ser transformados en positivos, hacer ver a nuestro hijo que quien lo está haciendo mal es él, pero que el cambio es posible, aunque esto último suene más a campaña electoral. Por ejemplo: “Vaya, con lo bien que habitualmente haces todo, qué lástima que esto se te esté yendo de las manos, ¿qué crees que podrías hacer para mejorarlo? ¿Te puedo ayudar en algo?”. Evidentemente, hay que intentar que esta ayuda no se convierta en un traspaso de poderes, pues la diabetes no es tuya, es de tu hijo. Y por si te quedaba alguna duda, tú no tienes ninguna culpa.
En segundo lugar, evitar que las cifras juzguen nuestros actos. Es decir, si nuestro hijo no ha seguido ninguna pauta y luego tenemos la suerte de que el glucómetro escupa números en rango adecuado, nos podremos alegrar por la normoglucemia y no darle mayor importancia, salvo un inteligente: “Mira, si encima tiene potra…”. Es mucho más fácil caer en la tentación de la regañina cuando los dígitos no acompañan: “Esto te pasa por hacer A cuando te dije que hicieras B, y por comer C cuando deberías haber comido D”. Espera un momento, ¿tan claro lo tienes? Además, piensa que el primero en sentirse culpable será tu propio hijo. No necesita tu bronca. Sus ojos buscan los tuyos para conseguir algo de comprensión: “Vaya. La próxima vez saldrá mejor. No sé, igual estás nervioso por otra cosa y ya sabes que en estas situaciones las glucemias bailan. Tranquilo. Analiza bien si has hecho todo de forma correcta y seguro que das con la tecla adecuada. Siempre lo haces. Por cierto, ¿te puedo ayudar en algo?”. Y sobre todo, deja que te hable. La mejor manera para que tu hijo te hable y se pueda explicar es que la actitud de los padres sea empática. Los gritos y las miradas de ogro no presagian ninguna conversación agradable ni productiva. Si hay suerte y todo termina en un “me he equivocado”, guarda la espada, estira los brazos y abrázalo. Todos tenemos derecho a equivocarnos.
Y en tercer lugar, si hemos llegado a la comprensión racional de que esto de la diabetes no es culpa de nadie, tampoco lo es del otro progenitor, estéis juntos o separados. Si utilizáis la evolución de la diabetes de vuestro hijo como medidor de lo buenos padres que sois, o como moneda de cambio para alcanzar una meta mejor que la normoglucemia, entonces debéis cambiar de actitud, pues si estáis juntos terminaréis separados, y si ya estáis separados, terminaréis a tanta distancia que vuestro hijo se quedará en medio de la nada, aturdido, sin recibir el amor verdadero que se merece.

Soy consciente de que todo esto es mucho más fácil de escribir que de llevar a cabo, pero lo que debemos grabarnos a fuego en nuestra cabeza es:
- No es tu culpa. Nunca lo fue. Nunca lo será.
- No es tu diabetes. Es la diabetes de tu hijo.
- Si te sientes culpable, le sobreprotegerás. Y también le odiarás.
- Si le odias, no harás nada más que aumentar su angustia. Además, él terminará por odiarte a ti.
- Cuando creas que es fácil, intenta llevar solo durante un mes la vida de tu hijo: insulina, control de alimentos, ejercicio físico, etc… Luego hablad.
- Habrá momentos en los que quizá creas que algo de culpa sí tienes. Es un sentimiento normal. Deja que pasen unos días, y vuelve al primer punto.
Evidentemente, todo esto tiene sentido según vayan creciendo nuestros hijos. Cuando sean muy pequeños les sobreprotegeremos y cuidaremos nosotros, pero no solo la diabetes, muchas otras cosas. Cuando todas esas “otras cosas” empiecen a depender más de nuestro hijo que de nosotros, es el momento también de ir cambiando roles. Crecer es divertido, pero supone un cambio en el rol de responsabilidades que los padres debemos facilitar, aunque nos cueste, pues nadie quiere perder a su amor verdadero. Es lógico, e irracional.
Dr. Roi Piñeiro Pérez.
Jefe del Servicio de Pediatría del Hospital General de Villalba.