Mi experiencia con la diabetes ha sido una montaña rusa a lo largo de los casi 21 años que llevamos juntas. El inicio fue sencillo, me diagnosticaron diabetes con 9 años pero como mi padre también lo era, era algo normal en casa y no me causó mucho impacto. A pesar de que tenía una diabetes bastante inestable y con altibajos aprendí a convivir con ella y a manejarla. No tuve la suerte de tener una enfermera educadora ni un endocrino infantil, no los había en mi ciudad. Pero gracias a mis padres y a los campamentos de diabetes (¡toda una ayuda a estas edades!) interioricé y aprendí a comer, a cuidarme, a calcular… para llevar una infancia lo más normalizada posible. Y a día de hoy he de decir que la recuerdo con mucho cariño y llena de buenos momentos, jamás dejé de hacer nada por la diabetes, incorporándola con naturalidad a mi día a día.
La adolescencia fue más complicada con los cambios hormonales y la rebeldía propia de la edad, había veces que intentaba vivir como si no existiera pero luego las consecuencias eran peores. Las emociones me afectaban mucho y yo reaccionaba a la defensiva, lo cual me ocasionó más hiperglucemias e hipoglucemias de lo normal. Y, evidentemente, después venía la culpa y el tratar de compensarlo haciéndolo todo bien. Me apoyé mucho en mi familia, que siempre estaba ahí para lo que necesitara.
A día de hoy, echando la vista atrás reconozco que hubiera sido bueno algo de ayuda psicológica para aprender a aceptar las cosas como eran y de una manera más natural. Y recomiendo muchísimo este tipo de ayuda. Pero todo pasa, y decidí ponerme las pilas. Me costó un poco porque tenía que aceptar que no me estaba cuidando como debía, pero con ayudas y consejos de otras personas cercanas a la enfermedad y de profesionales como los psicólogos y un endocrino con el que me siento a gusto he conseguido vivir feliz con ella, cuidarme de una manera muy natural sin que suponga una gran carga y estar controlada.
Aceptar realmente mi diabetes me ha ayudado a mirarlo desde otra perspectiva y a no frustrarme tanto. Hay días malos, y a veces no es culpa nuestra, pero si lo es, intento aprender de ellos. También he aprendido que la diabetes es parte de mí y no considerarlo como algo malo, no tengo por qué ocultarlo o sentirme mal si en algún momento necesito algo que los demás no necesitan.
Sin saberlo, esto me ha llevado a sentirme muchísimo mejor conmigo misma, verme igual a los demás y querer seguir aprendiendo, mejorando y ayudar a otras personas que puedan necesitarlo.
Actualmente soy maestra y me encanta mi trabajo, porque estoy a gusto en él y me siento una más. Al inicio de cada curso cuento a los niños que tengo diabetes, que a veces puedo encontrarme mal o necesitaré comer o pincharme insulina en clase. Siempre, siempre cuando termino, ellos me cuentan sus problemas: los que llevan gafas, los que tienen asma, los que tienen un soplo… Y entonces todo se normaliza y no importa tener que comer a media clase porque es tan normal como que un niño saque las gafas de la mochila. He visto lo mismo reflejado en alumnos con diabetes, tranquilidad y confianza para venir al cole como cualquier otro niño sin diabetes. Porque podemos hacer lo mismo, pero cuidándonos un poquito más.
Me gustaría compartir una anécdota. Una vez enseñé a mis alumnos dos libros iguales, solo que uno estaba nuevo y el otro viejo y un poquito roto. Les pregunté qué libro les gustaba más para leer y me dijeron que daba igual, que la historia era la misma y los dibujos también, solo que lo tenían que leer con más cuidado. Yo les dije que las personas éramos lo mismo, algunas teníamos algún problema pero éramos igual de valiosas y de válidas, solo que teníamos que cuidarnos un poquito más.
Autora: Lucía Fuentes Real